Una sociedad se encaminaba al abismo en junio de 1966. La atracción de lo veloz frente a la supuesta lentitud de un presidente que en dos años había elevado el crecimiento de la economía al 9% anual; mejorado los niveles de distribución del ingreso, retomando políticas sociales y sanitarias. Aquel presidente Arturo Illia que había llevado a la Universidad al mejor nivel de su historia y al que se destinaba el 25% del presupuesto nacional. La ciencia y la investigación vivieron su época de oro. Trazó una política internacional independiente, y junto a su correligionario, el Dr. Oñativia, proyectó una Ley de medicamentos que se proponía proteger la salud de los argentinos y no los bolsillos de los laboratorios.
Le tocó una coyuntura política complicada y desfavorable. Asumió con menos del 25% de los votos y con un peronismo proscripto. Illia era consciente de esta ilegitimidad de origen e intentó abrir el espacio político a los partidarios de Perón y ya para 1965 había un bloque peronista considerable en el parlamento nacional. Todo esto no alcanzó. El presidente “lento” se resistió a ser derrocado aquel 28 de junio de 1966. Llamó salteadores nocturnos a sus enemigos y les dijo que sus conciencias se lo iban a reprochar. Aquel bochornoso día –con el apoyo de los factores de poder, entre ellos la Iglesia católica y un sector del sindicalismo peronista, y en medio de una campaña de prensa– asumía el dictador Juan Carlos Onganía. El nuevo presidente de facto quería instalar en la Argentina una dictadura siguiendo el modelo del español Francisco Franco. Su proyecto era permanecer en el poder hasta el 2000, para cambiar la “idiosincrasia del pueblo argentino” e implantar una “Revolución Argentina”.
Onganía adhirió a la Doctrina de la Seguridad Nacional difundida en América latina por los Estados Unidos que ponía el acento en la persecución de los opositores.
El ministro de Economía que se desempeñó el mayor tiempo de la gestión de Onganía fue Adalbert Krieger Vasena, hombre cercano a los organismos financieros internacionales. El agitado clima gremial de los años anteriores a 1966 llevó a los representantes del capital internacional y al gobierno mismo a pensar en medidas que impusieran la disciplina sindical y laboral a través del un fuerte aparato represivo.
Estas medidas, en un primer momento, tuvieron éxito por la positiva impresión que el programa económico de Krieger Vasena tuvo en los ambientes económicos internacionales. La inflación fue controlada y pudo alcanzarse cierta reactivación económica. No todos estuvieron conformes: la supresión de medidas proteccionistas perjudicó a productores regionales del Chaco, Tucumán y Misiones. En lo educativo, Onganía decretó la intervención a las universidades nacionales y la “depuración” académica, que consistía en expulsar a los profesores opositores, sin importar su nivel académico. Las universidades nacionales fueron intervenidas y ocupadas militarmente el 29 de julio de 1966, en la “noche de los bastones largos”.
El dictador implantó una rígida censura. Creó además una “Brigada de Moralidad” dirigida por el comisario Luis Margaride, futuro jefe de la Triple A. El dictador con cara de morsa, como tempranamente lo dibujó Landrú en Tía Vicenta, venía a moralizar la sociedad, veía inmoralidad en los escotes de Isabel Sarli, pero no en la feroz represión policial y a las sesiones sistemáticas de tortura que se aplicaban en las comisarías a los opositores.
Pero la oposición existía y el descontento también. Fundamentalmente en las fábricas y en las universidades. El estallido vendría de Rosario y de Córdoba, y despertaría a Onganía de su sueño franquista.
Nota de Felipe Pigna
FUENTE: Clarín
